Vicente Herrera Márquez
Dos días que estaba en Donosti o San Sebastián, tierra
de raza indómita, de hombres trabajadores de mar y campo; y mujeres gestoras de
familia, tradición, nación y patria.
Lo había traído a estas tierras una ilusión nacida en
redes modernas y llegó esperando encontrar una bella mujer que a través de esa
maraña llamada internet lo sedujo y cautivó. Era una mujer hermosa y
cautivadora que lo conquistó, con prosa y poesía llena de vida y misterio, de
tal manera que allí estaba queriendo encontrarla. Le había dicho que se su
nombre era Lamia, nombre que encontró interesante, llamativo e enigmático
además de la fotografía que le había enviado, la cual no era muy nítida pero
que igual mostraba una mujer esbelta, bella y con unos ojos inmensos llenos de
vida…
Por dos días la buscó en los lugares que creía podría
encontrarla, en las calles del centro, en el parque de la universidad, en el
paseo de la playa La Cocha y en algún café del centro tomando un capuccino y
leyendo un periódico. Buscó y preguntó, siguió buscando por calles planas e
inclinadas, nadie la conocía. Nadie pudo darle una respuesta cierta y solo
pensaba en irse de aquella ciudad que creyó le estaba mintiendo o escondiendo
algo.
El segundo día de estadía, en su recorrido por calles
y lugares posibles de encontrarla de repente se vio entrando en una biblioteca
abierta al público en la calle Urdaneta Kalea, pensó buen lugar para descansar
y olvidar un poco el calor de los primeros días de verano que sobrepasaban
largamente la temperatura conocida para esa época del año.
Pidió algún libro, la encargada entre muchos le
propuso algo referente a la mitología vasca, lo cual inmediatamente le atrajo y
pidió tres o cuatro libros referentes al tema, algo ya había leído sobre el
tema que de alguna manera en su momento le había llamado la atención. Había
leído de seres que poblaban los campos, los ríos, las montañas y las playas,
entre ellos unas mujeres hermosas de piel muy blanca y de un cuerpo que era la
armonía perfecta. Lo que las diferenciaba de otras mujeres era que sus
extremidades inferiores terminaban en patas palmípedas, igual que las de las
aves acuáticas y en otras casos en cola de pez, diferencia que para nada
disminuía su hermosura y encanto. Fue esto o el nombre que tenían fue lo que
más atrajo su atención: Lamias o Lamia.
¿Lamia? Ahora asoció el nombre de la mujer que lo
cautivó e indujo a venir a estas tierras, ella se llamaba Lamia. Siguió leyendo
y al retirarse preguntó dónde podría comprar algún libro que le entregara más
información sobre estos seres mitológicos. Una lectora hermosa que lo escuchó
se acercó y le indicó una librería y el nombre del autor investigador de la
tradición vasca, el anotó esos datos. Al mirar a su informante vio en sus ojos
algo distinto y al observarla notó en ella algo especial. Intrigado se alejó en
busca de la librería, pensando y preguntándose casi en voz alta: ¿Todas las
mujeres vascas serán Lamias?
Compró bastante literatura y entusiasmado se fue al
hotel donde se hospedaba con ansias de seguir leyendo todo lo posible sobre
esos seres hermosos, mejor dicho hermosas, que lo convencieron de quedarse en
Donostia hasta encontrar a su Lamia, fuera esta diosa o mujer, pero decidió
quedarse hasta encontrarla y tenía el presentimiento que el encuentro estaba
pronto a llegar y en algún lugar muy cercano de allí.
Ya avanzada la tarde salió del hotel ubicado en el
extremo más alejado de la Playa de la Zurriola, El Punta Monpás. Caminó
intranquilo y apurado por la avenida José Miguel Barandiarán Kalea, mientras
pensaba en ese idioma complicado que es el euskera a propósito de que todos los
nombres de calle terminaban en Kalea, lo que le hizo suponer que significaba
calle. Algunas palabras, las de saludo y despedida y unas pocas más, le había
enseñado Lamia en momentos de comunicación virtual, como por ejemplo:
Egunón = Buen día
Arast saldeón = Buenas tardes
Gavón = Buenas noches
Geroarte = Hasta luego
Bihar arte = Hasta mañana
¿Zer moduz saude? = ¿Cómo estás?
Ni ongi ¿Eta zu? = Yo bien ¿Y tú?
Ongi ni ere = Bien también
Con estas palabras y algunas otras muy importantes, pero
que no vienen al caso, él se consideraba apto para buscar a su enamorada
donostiarra.
Al poco caminar divisó la playa allí a metros más
abajo, y un mar de gente que se confundía, con las olas del mar Cantábrico,
sintió un llamado de ese mar y rápidamente bajó escaleras, cruzó la Plaza del
Padre Claret y bajando por una rampla pisó arenas del norte. En ese momento se
sintió un grano más de arena en el universo, pero a la vez lo invadió una
sensación de ser infinito que se esfumó cuando a sus espaldas escuchó una voz
de mujer que le decía:
—Hola… —seguido
de su nombre.
Fueron segundos que se hicieron tiempo indefinido sin
saber qué hacer. Ahora fue un:
—Hola cariño, te estaba buscando.
Giró sobre sus talones y allí estaba, diosa o mujer, allí estaba
Lamia, la que se arrojó a su cuello tal como se lo había dicho alguna vez que
es lo que haría si algún día se encontraban. El la abrazó con la fuerza del
viento de su tierra y fueron largos minutos en que fueron solo un cuerpo de
viento, de mar, de distancias, de esperanzas, de encuentro de dos seres, de dos
soledades, de una mujer vasca y un hombre de tierras lejanas.
Se sentaron en la arena, se miraban, conversaban, se
besaban, conversaban, se besaban y sus manos permanecían unidas. Se olvidaron
de la gente, del bullicio, de las olas y
el sol que quemaba y se olvidaron del reloj. Pasaron las horas que quedaban de
tarde, el sol se alejaba por el oeste, la playa se despoblaba, pero ellos
seguían allí ensimismados en sus miradas y gestos, en sus palabras y besos,
eran simplemente dos enamorados más, en la playa de la Zurriola.
Ella se puso de pie y tendiéndole una mano le dijo:
ven vamos a nadar y nadaron, nadaron y en medio de las olas amparados por el
crepúsculo no esperaron más tiempo y al compás del vaivén cantábrico hicieron
el amor una, dos tres y más veces, sin importarles nada ni nadie, el mundo era
sólo de ellos…
Volvieron a la playa, allí sentados en la arena
mientras descansaban del nado en el mar y en el placer, se dieron a las
caricias y el ensueño. Ella manifestó sentir dolor en sus rodillas mientras las
manos de él comenzaron a recorrer el tentador camino que nacía en los pies de
ella y comenzaron a subir buscando otros encantos, fueron recorriendo esa
piernas largas, largas, de diosa, de mujer, de Lamia, de su Lamia… cuando sus
manos llegaron a las rodillas se detuvieron por largo rato y las recorrían en
todo el contorno de ellas siguiendo las líneas de una larga cicatriz que
rodeaba ambas rodillas…
—¿Amor, que son esas cicatrices que tienes en las
rodillas?
Ella se tocó las rodillas, dando un pequeño masaje, lo
miró a los ojos diciéndole:
—Después te cuento cariño, ahora caminemos un poco.
De la mano caminaron por la arena mojada mientras ella
tarareaba una canción alegre en euskera que mezclaba voces de pastores, voces
de pescadores y voces de niñas en una ronda infantil... al parecer algo le
dificultaba caminar normalmente.
En algunos lugares de la playa gente de todas las
edades preparaba grandes fogatas, mientras la luna era cómplice de aquella
noche de amor entre seres de tierras distantes.
—Amor que hace la gente —preguntó él.
—Preparan grandes piras de fuego, hoy es 23 de junio y
esta noche es la víspera de San Juan, noche de fiesta, brujas, sortilegios y
misterio —respondió Lamia.
Él ensimismado e intrigado la miraba y escuchaba, mientras observaba los
preparativos en que estaba inmersa toda
la gente.
Caminaron, parece que a ella algo le molestaba en sus
rodillas, cada tanto se hacía un masaje
en ellas y parece que le costaba caminar, en un momento dijo…
—Alcancemos aquellas rocas que se ven recortadas a la
luz de la luna y descansemos un rato, antes de irnos a casa, cariño —a cada
tanto ella repetía la palabra cariño.
Él asintió y en brazos la llevó hasta las rocas, las
que cada tanto recibían la caricia de la olas que al reventar levantaban una
gran cortina de burbujas. A lo lejos se
escuchaba el repicar de las campanas de
alguna Iglesia…
De repente, sin darse ellos cuenta, una gran ola
emergió de las profundidades y los arrojó al mar, él sin haber soltado la mano
de ella quiso asirse de una saliente
rocosa pero no pudo, más pudo la fuerza del mar y los arrastró aguas adentro,
él hacia esfuerzos sobrehumanos para mantenerse a flote sin soltar la mano de
Lamia. Pero fue ella la que comenzó a nadar con fuerza llevándolo hacia mar adentro esquivando las rocas…
Casi desfallecido por el esfuerzo él se dejó llevar
por ella, la que nadaba sin mucho esfuerzo y con la maestría de una gran
nadadora. En algún momento la fuerza de una ola los separó. Él cansado comenzó
a hundirse, pero rápidamente llegó ella y le tendió una mano. Creyó que el
Cantábrico haría pagar con vida el atrevimiento de venir a quitarle una de sus
ninfas y mientras su mirada, bajo el agua casi transparente, veía que ella se acercaba
nadando rápidamente, sus labios parece que le decían:
—Ven cariño —y
le tomaba una mano con toda la fuerza ancestral de la mujer vasca.
Con sorpresa se dio cuenta, mientras hacían esfuerzo
por subir, que sus pies desde las rodillas hacia abajo se habían transformado
en patas palmípedas especiales para nadar… pero el mar en ese momento era un
monstruo marino que los arrastró a ambos abrazados hacia las profundidades
abisales…
Lamia era realmente una Lamia. Su Lamia era una
verdadera Lamia… la había encontrado… y
con ella… para siempre… se quedó.
Todo esto puede
haber ocurrido hace más de cien años como puede haber ocurrido hoy en la Noche
de San Juan, de todas formas fue en un tiempo sin tiempo… en que las
comunicaciones eran virtuales.
Desde aquel día
cuando cambia la estación de primavera a verano el Cierzo se desplaza con una
fuerza inusitada que desde el mar atraviesa montes y llanuras verdes y más al
sur del Ebro se esparce apacible por tierras más áridas del sur de Navarra, y
dicen los campesinos que se oye una canción que por momentos es una voz tan
cristalina como canto de manantial, por momentos una voz grave como tormenta
cantábrica y luego continua con un aria a dúo que estremece las comarcas
sureñas de las tierras vascas.
Y dicen también
que en noches de luna llena se ven ambos retozando en la hierba más alta que
crece a orillas de ríos y riachuelos donde a coro croan las ranas, cantan los
grillos y al amanecer desaparecen cuando el ambiente se alegra con el trinar de
las alondras.